Un
año más hemos cambiado de calendarios. Y un año más la noche del 31 mas la
madrugada del 1 se ha vivido entre cenas copiosas, fiestas y jolgorio. Sin
contar los días de fiesta previos o comidas/cenas de amigos y/o empresas. Días
previos en que no paras de desear felices entradas y salidas del año, diversión
en Nochevieja, y demás topicazos.
¿Por
qué? Realmente ¿Qué tiene de especial el cambio de año? Es un simple cambio numérico.
Quitando efectos contables, no tiene efectos realmente notables en el mundo. El
95 % de personas en el mundo (tirando por lo bajo), esta exactamente igual el
31 a las 23:59 que el 1 a las 00:01. Si experimentan algún cambio durante el
nuevo año, será por sucesos que han puesto en marcha previa o próximamente. El
cambio de año por sí mismo, no tiene ningún efecto “mágico”, pese a todas las supersticiones
relacionadas con el.
La
única explicación para que siga su mantenimiento, dado que ni siquiera es una
fiesta religiosa, es la económica: genera una fuente de ingresos gigantesca:
desde cosas tan obvias como las uvas o el merchandaising navideño festivo,
hasta menos evidentes, como los productos alimenticios para las comidas y cenas
tanto familiares como de grupos variados, o a la hostelería y locales de ocio.
Otra fecha convertida en un sacacuartos monumental, donde todos los precios se
inflan para sangrar al pobre consumidor, que paga sabiendo que cualquier otro día,
todo es más barato.
Personalmente,
yo hace años que paso del tema. Si no fuera por mi padre, ni uvas compraría. Me
cansa toda esta parafernalia y buenos deseos verbalizados, como si fueran
mantras religiosos. El día a día es el que finalmente vale, y el 31 de
diciembre es tan bueno (o malo) como el 1 de enero. Todo depende de cada uno.
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